Para comprender cabalmente esta sesión lo mejor sería comenzar a leer un libro corto, lleno de divertidas anécdotas y que replica, hace unos veintitres siglos, lo que nos está sucediendo ahora mismo: se trata, claro, del Fedro. Si recordáis, en aquel diálogo -más bien monólogo con comparsa-, Sócrates amonesta exasperado a Fedro por el nefando vicio de la práctica de la lectura en soportes sólidos. Toda la civilización griega se había construído sobre el diálogo, sobre el encuentro cara a cara de los iguales, sobre el debate y la elocuencia, de manera que resultaba incomprensible que pudiera substituirse ese encuentro físico directo en el que un argumento podía y debía rebatirse instantáneamente, por un diálogo mudo con un autor probablemente muerto que nunca podría replicar a las observaciones realizadas por el lector. Imagino a Febo, claro, como un efebo adolescente mortificado por la tabarra constante de un viejo airado y
Eventualmente, para aquellos que no sean amantes de los textos clásicos, siempre pueden recurrir a Edición 2.0. Sócrates en el hiperspacio
Puede que se trata de un último canto de cisne, de la anunciada despedida de una civilización, de una forma refinada de nostalgia.. Puede que los nuevos soportes multitáctiles y multipropósito (con o sin manzana), que los hologramas inmersivos y que las micronarrativas telefónicas acaben convirtiéndose en las formas de mediación dominantes. Ni siquiera me opondré, no al menos demasiado. Pero, ¿qué me impide celebrar la dicha del amor por los libros, ahora que en la Feria del Libro de Madrid se despliegan centenares de casetas y millones de visitantes peregrinan seducidos por su magia centenaria? Bibliofrenia, que trae ecos de patogenia mental y de desencajada ópera rock, es una galería de dementes extraviados por una desmedida devoción compartida, la de los libros. Veinte biografías breves que pretenden explorar esa afición absorbente y dichosa del amor por los libros, mi modesta contribución a la marea incontenible de novedades y (en el fondo) una llamada final a la resistencia (consciente de la inminente derrota).
Fernando Rodríguez de la Flor, sabio escondido de pulsiones biblioclasmáticas, dice en un prólogo impagable: «Los coleccionistas que desfilan por estas páginas de tan peculiar santoral, lo son cada uno a su manera. De modo que su enfermedad debería recibir un nombre propio por cada desviación, por cada mutación del gen del deseo de la propiedad y de la anexión bulímica. Pulsiones incurables, en todo caso, por cuanto, a medida que se va acercando a la saturación, el horizonte del bibliómano siempre retrocede, pues de modo continuo le salen al paso noticias de libros fabulosos y perdidos, en una suerte de moderna reedición del suplicio de Tántalo. La inteligencia acaso del bibliófilo consiste en último término en este poner su deseo en un objeto en rigor inagotable, y permanecer entonces espoleado para siempre por una inquietud que no se sacia, y eso hasta el fin de sus días, comunicándoles a los mismos un sentido, y hasta una suerte de misión, que el bibliósofo se toma muy en serio.»
Biblómanos, letraheridos, biblófilos y bibliofrénicos en distinto grado de quebranto y desperfecto: nos vemos en la Feria para celebrar nuestra común enfermedad…
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