Sessió: Bibliofrenia


Para comprender cabalmente esta sesión lo mejor sería comenzar a leer un libro corto, lleno de divertidas anécdotas y que replica, hace unos veintitres siglos, lo que nos está sucediendo ahora mismo: se trata, claro, del Fedro. Si recordáis, en aquel diálogo -más bien monólogo con comparsa-, Sócrates amonesta exasperado a Fedro por el nefando vicio de la práctica de la lectura en soportes sólidos. Toda la civilización griega se había construído sobre el diálogo, sobre el encuentro cara a cara de los iguales, sobre el debate y la elocuencia, de manera que resultaba incomprensible que pudiera substituirse ese encuentro físico directo en el que un argumento podía y debía rebatirse instantáneamente, por un diálogo mudo con un autor probablemente muerto que nunca podría replicar a las observaciones realizadas por el lector. Imagino a Febo, claro, como un efebo adolescente mortificado por la tabarra constante de un viejo airado y retrógrado, en todo caso, como un joven independiente que seguiría practicando la lectura en los nuevos soportes haciendo caso omiso de las predicciones apocalípticas de Sócrates. De hecho, los diálogos -los monólogos-, llegaron a nosotros por una suerte de traición paradójica: la escritura de Platón.

 

En Edición 2.0. Sócrates en el hiperspacio, intenté contar todo eso de manera más larga y pormenorizada.

 

Hoy, claro, asisitmos a un cambio de época equivalente al descrito por Sócrates. Y digo esto para que se entienda por qué me comporto exactamente igual que él y por qué la galería de personajes bibliofrénicos que pueblan las páginas del libro que da título a esta sesión, son más que casos clínicos de bibliopatías incurables. Son la encarnación de una forma de civlización que entendía el libro en papel -que sigue entendiéndola, en gran medida-, como la forma de mediación al conocimiento por antonomasia. Puede que se trata de un último canto de cisne, de la anunciada despedida de una civilización, de una forma refinada de nostalgia.. Puede que los nuevos soportes multitáctiles y multipropósito (con o sin manzana), que los hologramas inmersivos y que las micronarrativas telefónicas acaben convirtiéndose en las formas de mediación dominantes. Ni siquiera me opondré, no al menos demasiado. Pero, ¿qué me impide celebrar la dicha del amor por los libros, celebrar su magia centenaria? Bibliofrenia, que trae ecos de patogenia mental y de desencajada ópera rock, es una galería de dementes extraviados por una desmedida devoción compartida, la de los libros. Veinte biografías breves que pretenden explorar esa afición absorbente y dichosa del amor por los libros, mi modesta contribución a la marea incontenible de novedades y (en el fondo) una llamada final a la resistencia (consciente de la inminente derrota).

 

Fernando Rodríguez de la Flor, sabio escondido de pulsiones biblioclasmáticas, dice en un prólogo impagable: «Los coleccionistas que desfilan por estas páginas de tan peculiar santoral, lo son cada uno a su manera. De modo que su enfermedad debería recibir un nombre propio por cada desviación, por cada mutación del gen del deseo de la propiedad y de la anexión bulímica. Pulsiones incurables, en todo caso, por cuanto, a medida que se va acercando a la saturación, el horizonte del bibliómano siempre retrocede, pues de modo continuo le salen al paso noticias de libros fabulosos y perdidos, en una suerte de moderna reedición del suplicio de Tántalo. La inteligencia acaso del bibliófilo consiste en último término en este poner su deseo en un objeto en rigor inagotable, y permanecer entonces espoleado para siempre por una inquietud que no se sacia, y eso hasta el fin de sus días, comunicándoles a los mismos un sentido, y hasta una suerte de misión, que el bibliósofo se toma muy en serio.»

 

Biblómanos, letraheridos, biblófilos y bibliofrénicos en distinto grado de quebranto y desperfecto son el público ideal para esta sesión. También, claro, aquellos otros que, aún siendo justificados partidarios del cambio digital, quieran comprender que el futuro del libro puede y debe conjugarse en plural.